CIERRA LOS OJOS… ¿LA VES?


El día ya clareaba cuando la buscó bajo las sábanas, pero sólo sintió frío entre los dedos.

La primera Nochevieja sin ella.

Volvió a notar la lazada que oprimía su garganta, impidiendo salir al dolor que se acomodaba en sus entrañas. Se había hecho dueño de su corazón y sus pulmones, jugando a merced con el aire que respiraba, robándoselo por momentos. Se había apoderado de su garganta, aprisionando el sollozo que pujaba por salir, por llevarse consigo las lágrimas. Todo eso seguía allí retenido, devorando sus vísceras.

Hace un año, aquella Nochevieja, Chari estaría allí, calentando el otro lado de la cama, tomándole la mano al despertar, como cada mañana de los últimos cincuenta y un años. Se habría despertado con la impaciencia de ponerse el delantal y meterse entre fogones. Iban a venir sus hijos a cenar, y sus amados nietos, y el cabrito de la abuela Chari no tenía comparación. Tampoco los langostinos, aunque fueran simples langostinos cocidos, pero bien gordos y lustrosos y con la vinagreta que sólo ella sabía hacer. Y no importaba que hubiese turrón y mazapanes, de postre siempre elaboraba un exquisito arroz con leche sólo porque le gustaba a su marido, que cumplía años. Chari siempre le había hecho el cumpleaños especial, aunque coincidiera con Nochevieja.

Aquella, por el contrario, se presagiaba tan solitaria como la Nochebuena. Los chicos no habían podido viajar y, coincidiendo con el primer año sin Chari, se hizo muy duro de llevar. Había cenado consomé, de esos que vienen en sobre y sólo tienes que echarlos en agua hirviendo. Chari se lo había repetido un millón de veces.

—Pero, ¿por qué no aprendes a cocinar o a poner la lavadora? ¿Qué harás si un día falto yo? ¿No querrás que te lleven a una residencia?

¿Cómo imaginar que faltaría antes que él?

El sonido del timbre lo evadió de sus pensamientos. Seguro que era su amigo José, en su paseo matutino, que pasaba a preguntar qué tal estaba, como siempre desde que faltaba ella. Pero no fue José el que apareció al otro lado de la puerta.

—Papá… —Carmen se lanzó a sus brazos, sin evitar llorar, refugiada en el hueco de su cuello—. Feliz cumpleaños, papá —dijo, sin separarse de él—. No te preocupes por el abrazo, salimos de una cuarentena…

Aquello era lo que menos le preocupaba, pensó. Llevaba sin abrazar a su Carmen más de nueve meses, ni siquiera pudo hacerlo en el entierro de su madre. Se deleitó en su contacto, absorbió el olor a cítricos de su pelo y la lazada de su garganta se aflojó un tanto, y un poco más aún cuando abrazó a sus nietos.

Los niños sabían dónde guardaba todo su abuela y, en un santiamén, tenían montado el árbol. Carmen se perdió en la cocina y el olor a cabrito pronto invadió la casa.

Chari no ocupó su lugar en la mesa aquella Nochevieja, pero sí estuvieron sus hijos y sus nietos, después de confinarse voluntariamente durante todas las vacaciones sólo para poder estar con el yayo en su cumpleaños, el primero sin la abuela.

Espléndidos langostinos con vinagreta y cabrito asado llenaron la mesa y, de postre, además de turrones y polvorones, no faltó el arroz con leche. También hubo regalos, entre ellos, un marco con una foto de ambos en sus bodas de oro. Allí estaba ella, preciosa, radiante, sonriente. Le había reprochado a diario que lo hubiese dejado sólo. No quería afrontar su marcha, no quería perder todo lo bueno que aportaba, dejándole sólo ante una vida que no lo era sin ella. De repente, una sensación cálida le erizó la piel de los brazos. Entonces la sintió: estaba en la calidez de las luces del abeto navideño, en la forma de poner la mesa; estaba en las especias del cabrito y en el toque a canela y limón del arroz con leche. Pero ante todo, estaba en los ojos de su hija Carmen y en la nariz achatada de cada una de las gemelas. Estaba en el pensamiento de todos ellos y en cada uno de sus corazones.

Esa Nochevieja, la de su 81 cumpleaños, 76 días después de enterrar a su mujer, la lloró por primera vez. Despidió 2020 con purificadoras lágrimas en los ojos, agradeciendo el consuelo que el 2021 le aportaba nada más llegar. Sonrió, entre la humedad de sus mejillas, y su nieto no dudó en postrarse en su regazo.

—No llores, yayo —le dijo—. Mamá me ha enseñado un truco para ver a la abuela, ¿quieres saber cuál es? —el anciano asintió con interés e impaciencia—. Sólo tienes que cerrar los ojos, ¿la ves? —el anciano, tras cerrar los ojos, asintió—. ¿Sabes por qué? Porque está dentro de nosotros, siempre estará aquí —añadió, llevándose su manita al pecho.