Parte 4
Muestra de escritura
1
Zamora, 1969.
Edelmira apagó el televisor y se dejó abrazar por los sonidos de la ciudad: algún
que otro claxon, conversaciones tardías de patio… la sala estaba en penumbra, atravesada
por franjas anaranjadas provenientes de las farolas de la calle. Un profundo sentimiento
de soledad le atenazó el pecho y la impulsó a embozarse aún más en la bata.
Caminó a oscuras hacia su dormitorio y se metió en la cama observando la tenue
luz que se filtraba por la ventana, atendiendo aquellos sonidos de vida que llegaban tras
el cristal y la hacían sentirse aún más anulada.
Era jueves santo. Norberto, en la plenitud de sus diecinueve años, había querido
acudir a ver la imagen de El Santísimo Cristo de las Injurias en la procesión de la cofradía
de El Silencio. Llevaba media vida en Zamora y aún no había visto la sagrada imagen tan
venerada en la capital, pensaba para sí, alegrándose de que el único de sus hijos que aún
vivía con ella disfrutase cosas de las que ella no había podido.
Lucía, la mayor, hacía vida en Villaveza desde que se casara en 1947. Ella no se
dejaba caer por el pueblo, el tema de las lindes seguía teniendo demasiado peso en su
conciencia, pero Lucía procuraba visitarla al menos una vez al año. Durante esos
encuentros, intentaba convencerla del ambiente de normalidad que se respiraba en la
familia, le hablaba de las innumerables ocasiones en las que sus hermanas y cuñadas
preguntaban por ella… pero no, ella seguía sintiéndose incapaz de volver mientras no se
resolviera el problema. Después de tantos años, era un lastre demasiado pesado.
Julito, a pesar de sus reticencias a dejarla sola ante su padre, también tuvo que
optar por seguir su camino.
—No puedo irme con vosotros —le decía Edelmira para tranquilizarle—, tengo
que cuidar de tus hermanos pequeños…
— Os vendréis todos conmigo, madre —rebatía con decisión.
Entonces Edelmira le tomaba la mano con ternura y le susurraba.
—Yo ya tengo mi vida, cariño, ahora te corresponde a ti vivir la tuya.
No podía tolerar que sus hijos pagaran por sus errores. No podía permitir que
Julito empezara esa nueva etapa de su vida con la responsabilidad de tener tantas bocas
que alimentar. Se fue más tranquilo al cerciorarse de que su hermano Isidoro ya era todo
un hombre, hecho y derecho, capaz de oponer resistencia a los desmanes de su padre.
Aunque tampoco tardó él en volar del nido, al igual que su hermana Cristencia. Las faltas
de respeto de su padre habían acabado por acelerar la marcha de ambos. Isidoro estaba
felizmente casado con Martina (le había dado tres nietos) y Cristencia seguía viviendo
con Carmen como otra pareja cualquiera. Todos ellos sabían en que momento podían
visitarla para no coincidir con su padre y ella, muy a menudo, paseaba hasta la casa de
sus hijos con objeto de hacerles una visita y ponerles al día de sus cuitas, además de
disfrutar del cariño de los nietos.
Parecía que el sueño se negaba a llegar aquella noche. Laudelina y Aurora
ocuparon entonces sus pensamientos, permitiéndose llenar aquella noche de soledad con
la evocación de la imagen de ambas. Laudelina le sonreía con sus rizos azabache
ondeando al viento, en la plenitud de sus quince años, tal cual la recordaba. ¿Cómo sería
ahora con cuarenta años?, pensaba para sí. Aurora tendría treinta y cinco, aunque para ella
siempre sería una hermosa joven de dieciocho. Un nudo le oprimió la garganta.
Un ruido de voces la evadió de tan doloroso recuerdo. De repente, se fueron
haciendo más nítidas las conversaciones de varios hombres que parecían discutir en el
portal.
—¡Qué es aquí, os digo!
Edelmira distinguió a la perfección la voz de su marido, marcada por signos de
evidente embriaguez. Había salido a jugar la partida después de la comida y no había
aparecido por casa desde entonces. Sabía que, teniendo en cuenta la época en la que se
encontraban, acabaría perdido en algún bar jugando a las chapas. En función de cómo le
saliera la noche, así estaría su estado de ánimo después de cuaresma: agrio si las pérdidas
eran cuantiosas y un tanto espléndido si ocurría lo contrario. Temía aquellas noches
porque podía pasar cualquier cosa, aunque jamás pudiese imaginar lo que aún le quedaba
por vivir.
El sonido de las voces fue en aumento, al tiempo que subían los peldaños de las
escaleras. Cuando escuchó el llavín entrando en la cerradura, el corazón le dio un vuelco.
—Esa es la puerta de la habitación —decía Julio entre hipidos.
—Pues ahora ten cojones de explicarle a tu mujer… —gritó una voz desconocida,
al tiempo que abría la puerta con furia y un fogonazo de luz obligaba a Edelmira a cubrirse
los ojos— … que esta noche la has perdido a las chapas —la mirada lujuriosa del
horrendo individuo provocó que un gélido escalofrío recorriese la columna vertebral de
la mujer.
Edelmira miró a su esposo esperando una explicación.
—¿Qué es esto! —gritó de forma contenida—. ¿Qué hacen en nuestra habitación!
—añadió, apuntando hacia los tres hombres.
—Es toda vuestra —respondió Julio, animando a entrar a los personajes y
cerrando la puerta tras de sí.
Edelmira negaba con la cabeza, incrédula.
—No… no puede ser… no puede estar pasando… ¿Qué has hecho, Julio? —
vociferó—. ¡¿Qué fuiste capaz de hacer?!
Pero uno de los hombres le taponó la boca al tiempo que la despojaba de las
sábanas con un rotundo tirón. Mientras el otro le rasgaba el camisón, el tercero se bajaba los pantalones.