Cielos de miel y barro

Parte 2

Muestra de escritura


Preámbulo

Diminutas llamas ambarinas refulgían en su baile hacia la muerte. Celerina
contemplaba las ascuas con la mirada perdida en su embrujo. A su lado, un taburete vacío
era testigo mudo de la escena. Rodolfo lo había abandonado pocos minutos antes,
impaciente por conocer los avatares de la recién instaurada República. Se había
incorporado echándose mano a los riñones, quejumbroso ante el esfuerzo que le estaba
suponiendo esa temporada.

—Son los años… —se había limitado a decir Celerina al tiempo que le oía
arrastrar los pies hacia la puerta.

Seguía contemplando la lumbre presa de un hipnotismo que la invitaba a divagar.
Sí, no podía obviar el precipitado envejecer que la cruda vorágine de la vida provocaba
en su marido. Ya contaba setenta y siete años. Tuvo que masticar el dato para terminar de
asimilarlo. En ese momento, a sus cincuenta y cuatro, notaba la diferencia más que nunca
antes. Ya hacía casi una década que Rodolfo había perdido la más preciada de sus
condiciones viriles, lo cual no había supuesto mayor inconveniente a Celerina, que tras
doce partos bien merecía un descanso. Aquello era lo único que distinguía su relación de
la que podría haber tenido con un buen amigo. Ahora, Rodolfo suponía un grato
compañero de viaje, hecho a base de costumbre, en el que volcaría todas las atenciones y
ternura necesarias para darle buena vejez, porque, pese a todo, él le había dado muy buena
vida. Se habían querido a su manera, con un amor que se impregnaba en el respeto mutuo
y mejor entendimiento. Se sonrojó al recordar que hubo un tiempo en que otro hombre
despertó en ella sensaciones mucho más intensas. No perdió un segundo en agitar la
cabeza, pretendiendo expulsar con ello los pensamientos que la abrumaban. Tenía mil y
un temas más importantes en los que volcar su atención.

Edelmira era la persona que más tiempo ocupaba sus reflexiones. A sus cortos
veintiún años, ya le había dado tres nietos que, junto a los dos de Vicenta, suponían los
cinco grandes tesoros de su vida. Pero, desde que entró en su casa con la mejilla
amoratada, comprendió que no descansaría mientras siguiese unida a Julio, un ser
despreciable, falto de generosidad y nobleza de espíritu, promiscuo y medio alcohólico,
incapaz de valorar a la mujer que yacía a su lado.

—¡Mala hora en que consentí el casorio! —pensó en voz alta, echando mano de
las tenazas, con las que expulsó su ira atizando las brasas.

Le constaba la mala vida que le estaba dando a su pobre Edelmira, lo notaba en su
cuerpo, más delgado y desmejorado, y en sus ojos, que hacía demasiado que no
resplandecían. Sus mejillas también se habían apagado, llevándose con su fulgor
cualquier resquicio de lozanía que aún tuviese, pues su imagen distaba mucho de ser
rubicunda. Recordó entonces la hoz que había guardado en el arca, como si estando en
otro lugar junto al resto de aperos no sirviera para cumplir su propósito. Había tenido que
rezar mucho y someterse a muchas horas de confesión para vencer los impulsos que le
provocaba la actitud de su yerno. ¿Cuánto mejor le irían las cosas si le sesgara la vida de
un corte limpio en las gorjas? Se persignó, como hacía siempre que la asolaba semejante
desazón. Siempre Julio, el centro de todas sus pesadumbres. Ni siquiera había sido capaz
de terminar la casa que comenzó seis años atrás. Por fuera, vista en lontananza, cualquiera
diría que se trataba de una construcción más. Pero estudiarla en las distancias cortas
delataba un abandono que en nada albergaba el entusiasmo de una nueva vida entre
aquellas cuatro paredes. De eso se trataba literalmente, de cuatro paredes que sostenían
un rudimentario tejado. No había ventanas, tan solo varias oquedades cuyos bordes el
tiempo iba redondeando. Tras ellos, sólo podía observarse un espacio diáfano que
esperaba una división. Una chimenea delataba el lugar en el que se hallaría la cocina, con
un montón de adobes apilados ante ella a modo de taburete. La puerta de acceso la
sustituían cuatro machones mal puestos, pues cualquiera podría aventurarse a entrar.
¡Cuántos dolores de cabeza le había supuesto esa parcela a su sobrino Donato!
Aquel hombre tenía una paciencia impropia del género masculino. Le constaba que aún
no había cobrado los dieciocho duros que el Juez de Paz impuso a Julio por hacer uso de
la medianía. Marcela, la esposa de su sobrino, le contaba sus cuitas siempre que tenía
ocasión. La confianza entre ellas era tal, que no importaba el lugar: donde el azar tuviera
a bien hacerlas coincidir. Por ella sabía de las disputas que habían enfrentado a ambos
hombres durante alguna que otra noche en la taberna de Julián, acalorados de más en una
partida de cartas en la que no sólo se perdía el juego. Parte de la honra iba impresa en los
naipes, junto a rencores añejos imposibles de apaciguar. Cada vez que una carta caía en
la mesa tras un golpe de nudillos, el cruce de miradas llevaba una amenaza implícita
difícil de obviar.

El fulgor anaranjado del hogar dibujaba las facciones de Celerina, que sentía el
agradable y moribundo calor en las piernas y en las mejillas. Su pensamiento voló hacía
Marcela de forma inconsciente, enlazado por anteriores reflexiones. ¡Qué buena mujer
era Marcela para su sobrino!¡Qué honesta y trabajadora! Seguía sintiendo el peso de la
pena en el corazón, aquel que se siente cuando se pierde a un hijo. Muchas veces, en sus
precipitadas conversaciones, siempre concluía con un recuerdo para la desaparecida
Esperanza, su primogénita.

—¡Cuánto lo siento, tía! —se excusaba después—. Usted, que ha enterrado cinco
hijos, aguantando mis miserias. ¡Vergüenza tenía que darme! No tengo derecho a
quejarme ante usted.

¡Cómo no iba a tener derecho a quejarse! ¡Pues sólo faltaba que no pudiesen
hacerlo! Con bastantes limitaciones habían nacido ya por su sola condición de mujeres.
Normal que Marcela centrase un doble esfuerzo en la crianza de su otro hijo, Donatín,
pues era el único que tenía y para él eran todos sus desvelos. Sabía que Donato se quejaba
ante sus excesos de sobreprotección, pero era algo que no podía evitarse. Sólo ser madre
facilitaba esa comprensión. La cuestión es que el tema de las lindes estaba afectando
mucho a su matrimonio, pues agriaba el carácter de Donato y con eso tenía que respirar,
posponiendo para otro momento todo pesaroso recuerdo de su Esperanza.

—¡Maldito Julio! —reiteró la matriarca en voz alta—. Complicando la vida de
tanta gente el malnacido… ¡Mal rayo te parta!

Se obligó a pensar en cosas más amables, aunque sabía que, durante los siguientes
minutos, seguiría notando el nervio engarrotado en la boca del estómago y un pulso
trémulo del todo delatador, sensaciones que sólo le provocaba su yerno.

Su pensamiento voló forzado hasta el piso de arriba donde, en ese momento,
Aurora se entretenía leyendo una novela. No podía ni quería ponerle freno a la vida,
porque la vida era tiempo y el tiempo avanzaba inexorable, trayendo consigo nuevas
exigencias y arrastrando otras perecederas. Sabía que Aurora estaba en edad de merecer
y su corazón de madre le advertía que existía un hombre que despertaba su anhelo. Aún
desconocía de quién se trataba. Había hecho gala de todas sus artimañas de espía, pero
había sido incapaz de ponerle nombre y cara al galán causante de los de las ausencias de
su hija. Su único propósito era que no cayera en manos equivocadas que la condujeran a
una vida de desdicha, pintada de oscuros matices, tal cual le había sucedido a Edelmira.
Suspiró. Aquel era el tiempo que les había tocado vivir y, si fuese necesario, sus hijas
tendrían que renegar de la pasión priorizando el respeto y el entendimiento, valores
mucho más importantes para bien llevar el matrimonio.

¡Mira que le había dado quebraderos de cabeza Vicenta respecto a ese tema!,
meditó entonces. La mayor de sus hijas había relegado a un segundo lugar todo aquello
que pudiese separarla de las aulas, para acabar encontrando a la persona capaz de hacerle
prescindir de ellas. No le importaba que en ese momento no ejerciera, la sentía feliz
atendiendo a sus hijos, centrada en las obligaciones que mandaba su nuevo hogar, y con
eso se daba por satisfecha. Sabía que Severina, una de sus antiguas alumnas, la visitaba
con frecuencia para consultarle dudas sobre sus escritos. Parecía que aquello bastaba para
frenar sus aspiraciones profesionales al sentir satisfecha su vocación docente.

Su pensamiento bullía y enlazaba unos temas con otros como si todos fuesen
eslabones de una misma cadena. Niños. Eso era lo que necesitaba el matrimonio de su
hijo mayor. ¡Qué buena mujer era Lorenza para su Tomás, a pesar de todo! Cualquiera
diría que era hermana del innombrable, parecía imposible que hubiese salido del mismo
vientre que Julio. Pero así era. Lorenza tenía de su hermano lo de un cura de soldado. No
había podido darle hijos a su esposo, pero se notaba en su trato que le reverenciaba. Sólo
una cosa faltaba en aquella pareja. Niños.

Le dolía darse cuenta de que Tomás y Lorenza estaban consumidos en la tristeza
y la soledad que supone un hogar sin hijos. Le apenaba sobremanera el hecho de que no
existiese remedio para su mal. Once años de matrimonio bastaban para dar por sentado
que no podían concebir.

Evocó entonces el momento en que ella dio a luz a su última hija, Hermelinda,
apenas unas semanas después del casorio de Tomás. Los celos de Ruperto, el hermano
que la antecedía, le impulsaron a entregársela a Lorenza como hija y heredera apenas
medio año después, cuando todos eran conscientes de que el vientre de la mujer seguía
plano como una tabla. Pero no solo se palpaba la desgracia en el cuerpo de Lorenza, los
rostros de ambos eran el reflejo mismo de la infelicidad. La fortuna que suponía un
descendiente había pasado de largo, sin reparar en las carencias que embargaban al
matrimonio.

No sabía Celerina que su hijo achacaba aquella carencia al mal presagio que
supuso el hecho de que sonasen los cencerros en su noche de bodas, postergando aquel
esperado acto carnal que no debería haberse interrumpido por aquella estúpida tradición.
Desde entonces, Tomás odiaba las bodas. En casi ninguna de las que había acudido habían
vuelto a sonar los cencerros durante la consumación del matrimonio. Sólo él, es estúpido
de Tomás, cayó en la trampa como un niño de teta, delatando su inexperiencia y su falta
de picardía. Aquello maldijo su unión y condenó su paternidad, y ese era un peso del que
seguramente nunca se repondría.

Celerina suspiró nuevamente. Se había hartado de decir y escuchar aquello de “a
quien tiene hijos y ovejas, nunca le faltarán quejas”. Y así era. Y ella tenía siete vivos y
cinco bajo tierra. Sentía que tenía una percha pendida a su espalda, entre las costillas.
Cada vástago suponía un peso añadido para el colgadero, que tiraba más con cada
problema que surgía, más aún cuanto más grave fuese, pues no pesaban lo mismo los
problemas de un adulto que los de un niño. Eso era ser madre, una acarreadora de
problemas que debe mostrarse inquebrantable ante sus hijos, pero asolada por flaquezas
y temores íntimos hasta el día del juicio final.

Lo que Celerina no podía suponer esa noche, mientras sucumbía al hipnótico
embrujo de las ascuas, es la tragedia que se cernía sobre el único de sus hijos para el que
aún no había tenido un pensamiento. Desconocía que Victorino, en ese preciso instante,
hacia uso de pluma, papel y tintero para comunicar a su familia la nueva más desgarradora
que había sufrido en sus cortos veintinueve años. Ni siquiera su participación en la Guerra
de Rif había grabado en su alma imagen más dolorosa que la que había contemplado
aquella desangelada tarde de octubre al llegar a casa. Ángela estaba sentada en su sillón
de siempre, con la cabeza apoyada sobre el respaldo y la mirada orientada hacia la
ventana. Tenía las manos rodeándole el abultado vientre, con los dedos extendidos, como
pretendiendo abarcarlo. Al saludarla no le respondió, pero eso no alarmó a Victorino,
estaba demasiado acostumbrado a la indiferencia que arrastraba su mujer durante los
últimos tiempos. Le paralizó notar su frente gélida al besarla y ser consciente de que sus
ojos estaban velados. Su cuerpo, siempre rígido y en tensión ante la insatisfacción, se
mostraba yerto como sólo pinta la muerte. Entonces, el bote vacío de pastillas entró en su
campo de visión y su mundo se desmoronó. Miles de sentimientos se le agolparon en el
pecho al desgraciado de Victorino. La incredulidad primera dio paso al desconcierto en
apenas dos segundos. Le dio varias palmadas en las mejillas, esperando con ello hacerla
despertar, sacarla de su letargo. Ante su falta de reacción, acercó su oreja a su boca. No
notó rastro de aliento, entonces sintió miedo. Bajar el rostro en dirección al pecho y notar
que no había latido le hizo entrar en pánico y, después, se dejó golpear por una serie de
sentimientos que se atropellaban, buscando hueco en sus entrañas: remordimiento,
arrepentimiento, una pizca de odio, egoísmo, pena, tristeza y dolor. Un dolor que enraizó
rápido en su corazón, presionándolo, sacándole el jugo de la vida, haciéndole sentir el ser
más vil de la faz de la tierra.

Y no solo era ella, toda ella, su cuerpo y su espíritu, la mujer que había sabido
mostrarse paciente ante sus constantes faltas de tino, la que le había dado todo para
arrebatárselo de la forma más cruel posible, con su primer hijo en sus entrañas. Aquel al
que sería imposible imaginar unos ojos, unas facciones… pues ni siquiera sabía el género.
Permitió que una brizna de odio ensuciase de nuevo su corazón herido. Después el dolor
le ganó el pulso. No tenía sentido reprochar nada. Ángela estaba enferma y él se había
negado a verlo. Ahora, sólo una cosa era más cierta que la misma vida que en ese
momento le golpeaba brutalmente, que la muerte no da segundas oportunidades, no hay
posibilidad de retorno.

Celerina arrastró el taburete dispuesta a irse. Antes, añadió paja y cepos a las
ascuas, con intención de insuflarles la vida necesaria para que templasen la estancia
durante la noche. Después, cogió el candelabro y condujo sus pasos, atravesando el astro,
en dirección a su dormitorio. Se acostó en su cama sintiendo que un hilo invisible le unía
a cada uno de sus hijos. Cinco habían sido cortados de forma precipitada, rompiendo
cualquier vínculo asociado a la vida. El resto seguían enlazados a ella. Creía disponer de
ese instinto de madre que le avisaba de la desgracia, aquel que haría vibrar el hilo ante la
tragedia, produciéndole un palpitar distinto, una sensación desconocida que la pondría
sobre aviso. Pero esa noche no notó nada. El hilo que la unía a Victorino no la alertó de
su pesar. Sucumbió al plácido sueño sin llegar a imaginar la grave situación que se cernía
ante uno de los suyos. Pronto, la vida le pondría una difícil prueba. Pero, en ese momento,
sólo cabía el plácido sueño, el que alentaba el calor del hogar y la quietud de la casa.