Parte 1
Muestra de escritura
1
Donato se levantó del jergón antes del alba. Había pasado la noche inquieto pensando en el viaje que tenía por delante. Marcela se despertó al notar como su marido se incorporaba. Se inclinó para acariciarle la espalda por encima del blusón de franela que su esposo usaba para dormir las frías noches de invierno, procurando no despertar al bebé que dormía apaciblemente entre ambos.
—¿Estás seguro de que quieres aventurarte a ir hasta León a estas alturas del
invierno? —susurró, no sin cierta preocupación en sus palabras.
—Tengo que hacerlo. Seguro que nos viene muy bien comprar en el vivero un
buen surtido de bacillos para plantar esta temporada. Supondrá salir de la escasa variedad de que se dispone por la zona y seguro que luego las vendemos a buen precio.
—Ya… no te falta razón, pero es más de una jornada a caballo y con este tiempo…
—No sufras, mujer, no es la primera vez que transito el camino. Conozco a gente
de bien que no tendrá inconveniente en poner un plato más en la mesa, o sino siempre
puedo recurrir a la posada del Bonarillo.
Marcela asintió con resignación. Se levantó con cuidado del jergón, para no
despertar al pequeño Donatín, se cubrió con la toquilla y encendió la vela que descansaba sobre la mesita de madera, al lado del camastro.
—Deja que te prepare algo de comer al menos —susurró.
Caminó hacia la cocina y se acercó a la ventana, que le ofreció la imagen de la
noche espesa y oscura, sin luna ni estrellas que facilitaran la orientación. Sintió como la
llama se agitaba con fuerza al apoyar el candelabro sobre la repisa. Azuzó los rescoldos
que aún quedaban en la chimenea y colocó algo de paja y otro cepo para avivar el fuego. Salió al fresco de la noche con un pote pequeño en las manos y entró en la cuadra de las cabras, donde llenó el recipiente ordeñando a una de ellas. Después lo colocó al fuego sobre la trébede y espero a que hirviese. Se dispuso entonces a meter en el zurrón un pedazo de pan, un poco de longaniza y un trozo de queso, además de la navaja que siempre le gustaba usar en las comidas. Le llenó la bota de vino y lo colocó todo sobre la mesa.
Donato entró en la cocina pocos minutos después, bien ataviado para los rigores
del camino. Tomó las sopas con leche antes de preparar la montura de su caballo. Su
mujer le metió la comida en las alforjas y le observó partir en la penumbra, mientras se
embozaba en su toquilla para guarecerse del frío. Se persignó y volvió al interior del
hogar, justo en el momento en que el gallo comenzaba con su tempranera serenata.
La posición del sol y su estómago le indicaron a Donato que era mediodía. Hizo
un alto en el camino, junto a un arroyo, para dejar que la montura bebiera y paciera. Él
aprovechó para descargar la vejiga y echar un vistazo a lo que su mujer había colocado
en las alforjas. Se detuvo el tiempo justo, pues en enero las noches eran más largas y
quería llegar a la posada antes del ocaso para evitar males mayores. Era mejor no
aventurarse por esos parajes en horas tan intempestivas.
Cabalgó cruzando las hectáreas de espeso monte hasta llegar al Bonarillo, justo
cuando la luz del sol comenzaba a extinguirse. Le dio una perra chica al muchacho del
establo para que se ocupase de su caballo y entró al calor del interior frotando sus manos, entumecidas por el frío.
Dentro del local, precariamente iluminado por unos cuantos candiles esparcidos
por la barra y por las mesas, se respiraba un extraño hedor a tierra húmeda y a humanidad, mezclado con el humo proveniente de los cigarros y el de la encina que ardía impetuosamente en el hogar. Unos cuantos viajeros disfrutaban en solitario de sus
consumiciones.
Tomó unas sopas de ajo excesivamente aguadas en una de las viejas mesas de
madera, observando el ánimo decaído de todos los parroquianos. Después subió a su
cuarto a descansar. Antes de rendirse al sueño, tuvo un último pensamiento para su hijo
Donatín y para Marcela y, cómo no, recordó a la fallecida Esperanza, como le sucedía
cada noche desde aquel trágico suceso que le marcó la vida.
Al alba ya estaba de nuevo en camino, de tal forma que llegó a la gran urbe antes
del mediodía. Observó el progreso que tanto le sobrecogía: en las enormes
construcciones, en el empedrado de las calles, en los ropajes de los viandantes e incluso se detuvo a contemplar maravillado en primer modelo de Ford T que tenía el privilegio de ver desde su regreso a España. Se despojó de su sombrero para admirar el vehículo de cuatro cilindros y veinte caballos, de los que solo un puñado de privilegiados podía disponer. La voz chirriante de un joven vendiendo prensa lo devolvió a la fría realidad, le soltó unos céntimos a cambio de un número de El Diario de León y caminó hacía el vivero deteniéndose con su torpe lectura en los titulares de primera página.
El comercio era un pequeño establecimiento construido en madera y adobe que
también despertó su curiosidad por la variedad de plantas, arbustos y semillas que
impregnaban todo con su característico aroma. El tendero aprovechó el incipiente interés que su cliente mostraba por varios de sus productos, ofreciéndole una variedad de manzano de la que Donato oía hablar por primera vez. Las manzanas reineta que
producían se caracterizaban por su tamaño achatado, su sabor agridulce y su tonalidad
entre verdosa y amarillenta moteada. Sumó a su cuenta varios tipos de bacillos. El tendero no dudó en acompañar a la puerta al mejor cliente que había pasado por su establecimiento durante la mañana, sosteniendo los productos adquiridos mientras Donato los acomodaba con cuidado en las alforjas.
El cielo se había cubierto por un manto gris que devoró en minutos la poca
luminosidad del día. Donato se cubrió con su capa de piel gruesa y decidió emprender el camino de vuelta cuanto antes, presintiendo que el viento del norte, que comenzaba a silbar entre las callejuelas, presagiaba un regreso complicado.
Cuando dejó atrás la colina que ocultaba León de su vista comenzaron a caer los
primeros copos, arrastrados por un viento gélido que le entumecía el cuerpo. La intensidad de la nevada fue aumentando progresivamente hasta convertirse en una cortina blanca que limitaba la visión a dos metros al frente, cubriéndolo todo con un manto níveo que le impedía orientarse y distinguir el camino de la cuneta. Bajó el ritmo a su pesar. Los copos se clavaban en la piel de su rostro cual aguijones, obligándole a entrecerrar los ojos. Se persignó y confió en que el instinto de su fiel animal le llevase por el sendero adecuado.
Pasado un tiempo que se le hizo eterno, un relincho lejano le puso en alerta. Aguzó
el oído y la vista y distinguió un reflejo entre la espesura lechosa del temporal. Se fue
acercando a la luz hasta que la posada del Bonarillo apareció frente a él como por
ensalmo. Un caballo aterido de frío relinchaba amarrado a un poste exigiendo a su dueño que le pusiera a cobijo. La puerta del establecimiento se abrió y el mozo de los establos bajó los dos escalones de madera que lo separaban del animal. Observó cómo Donato se apeaba de su montura, mientras desataba las riendas que lo amarraban al caballo.
—¿Desearía el señor guarecer al animal del temporal por tan solo una perra chica
la jornada? —le preguntó a voz en grito, para hacerse oír frente al viento sibilante.
—Se lo agradecería, muchacho.
El joven esperó a que Donato descargara las alforjas y le pagara lo convenido
antes de desaparecer entre la bruma.
El calor que se respiraba en el interior del local le pareció el paraíso. En la
chimenea ardían grandes troncos de encina y junto a ella se arremolinaban varios viajeros que se frotaban las manos con enérgicos y repetitivos movimientos, mientras charlaban acerca del temporal. Junto a la barra, otros dos forasteros calentaban su espíritu con sendas jarras de vino, y repartidos por las mesas, jugando a las cartas o al dominó, estaban el resto de extraños que hacían la fonda más concurrida que en su anterior visita. Donato se acercó a la barra y pidió una jarra de vino caliente, mientras observaba
la tormenta arreciar a través de los cristales del ventanuco, ennegrecidos por el hollín del hogar. Un hombre corpulento se sentó en un taburete junto a él y dirigió su mirada en la misma dirección.
—Esta maldita tormenta retrasará nuestras obligaciones hasta mañana —le
comentó de forma distraída—. Me preguntaba si le apetecería jugar una partida de tute
con nosotros —inclinó la cabeza hacía una mesa desde la que un anciano y otro hombre
calvo les observaban—. Hay que intentar matar el tiempo de alguna manera.
Donato asintió sin decir palabra, colgó su capa húmeda junto a la chimenea, se
sentó a la mesa y comenzó a repartir las cartas.
Marcela permanecía sentada en el taburete frente a la ventana desde hacía horas.
Notaba las extremidades inferiores dormitadas, razón por la que cambiaba ligeramente de postura para que mejorase el riego sanguíneo de sus cansadas piernas. El temporal la mantenía en vilo desde su comienzo. Estaba cayendo nieve copiosamente y se imaginaba que cuanto más al norte aún sería más cruento. En su memoria aún no existía recuerdo de semejante nevada. Pensaba en su esposo y un escalofrío le recorría la espina dorsal, impulsándola a agitarse en su asiento.
La tenue luz que se filtraba por la ventana era cada vez más escasa, pero no podía
apartarse de ella. Cada pocos segundos, subía la vista de su tejedura hacía los cristales,
con la esperanza de ver por fin la montura de su esposo acercándose al hogar. Intentaba mantener la mente ocupada, agitando las alargadas agujas con movimientos rápidos y precisos. Pero sus pensamientos volaban rápidos hacía otro lugar más inhóspito, en el que se imaginaba a su esposo yaciente, sin nadie en kilómetros a la redonda que pudiera
auxiliarle.
Sintió como el pequeño Donatín rebullía en el capazo que descansaba sobre el
suelo de tierra apelmazada, a su vera. El niño bostezó y agitó sus diminutas manos en el
aire. Marcela extendió un calcetín preñado de botones que el niño tomó con curiosidad,
para agitarlo y deleitarse con el extraño sonido que producía. Le miró pensativa y la
congoja le atrapó de nuevo el pecho. Su esposo era valiente y decidido, pero aquella forma de caer nieve ella no la había conocido.
Se acercó al aparador y sacó de una pequeña caja de madera su rosario de piedras
de nácar con la imagen de Jesucristo crucificado. Ya oscurecía. Se puso de rodillas frente
a la imagen del Perpetuo Socorro y comenzó a rezar.
Donato se mantuvo dormitando la mayor parte de la noche, consciente de la
preocupación que tenía que asolar a su esposa al no haber tenido ya noticias suyas. Esa
noche debería estar durmiendo en su casa, pero las cosas se habían complicado sin poder ponerle más remedio que la paciencia.
Se levantó inquieto de madrugada. La luz violácea se colaba por la ventana. Se
acercó al cristal para percatarse de que por fin había parado de nevar. La luna llena,
rodeada de una miríada de estrellas, reinaba sobre un cielo índigo e iluminaba con su
estela plateada el valle cubierto de blanco. La estampa era sobrecogedora. El hecho de
que la tormenta hubiera cesado pareció apaciguar su espíritu. Siendo consciente de que
podría partir a la mañana siguiente, consiguió rendirse al sueño hasta el alba.
No demoró mucho su partida. Se despejó el cansancio refrescándose el rostro con
el agua de la palangana, dispuesta en una esquina de su cuarto. Desayunó con premura
unas sopas de leche y salió en dirección al establo. El animal le recibió con excitación,
profiriendo relinchos y exhalando hálito por los ollares. Preparó su montura y comenzó
el trayecto de vuelta a casa.
El ritmo de regreso era notablemente más lento debido a la cantidad de nieve
acumulada, que cubría hasta los menudillos del animal. Transcurrido un largo trecho,
observó un montículo que se dibujaba bajo la espesa capa, que supuso sería un caballo
que no había resistido el envite. Pensó en el dueño y en la posibilidad de que a él le
hubiese sucedido y no pudo evitar agitarse nervioso en su silla.
Cuando los cascos de su animal resonaron sobre los troncos de madera que
vadeaban el Castrón, por fin se sintió en casa. Oteó la panorámica que desde allí se ofrecía de Villaveza. Todas las viviendas del municipio, presididas desde lo alto de la colina por la imponente iglesia, expulsaban volutas de humo que se perdían en el cielo abierto, donde un sol anhelado comenzaba a derretir la capa blanca que cubría todo. Relajó sus manos entumecidas de agarrar las riendas y dirigió la mirada a su domicilio. Un bulto salió por la puerta y corrió en su dirección, embozado en una toquilla.
Se abrazó a su esposa pocos minutos después. Observó sus ojos enrojecidos y las
bolsas amoratadas que habían aparecido bajo ellos y supo al instante que no había
dormido.
—Me tenías en un sinvivir, Donato —le rodeó la cintura con los brazos y absorbió
el olor de sus ropas. Después le miró de nuevo a los ojos—. Vamos a casa. Te prepararé
un baño caliente y algo que llevarte al estómago. Estoy deseando que me cuentes cómo
te ha ido el viaje.
Una capa mullida de paja fresca esperaba al valiente corcel en su cuadra, con el
doble pesebre repleto de agua y alfalfa seca. Donato le acarició las crines, agradecido por su comportamiento.
Marcela vertió en un balde de grandes dimensiones el agua del caldero que pendía
de un gancho sobre el fuego del hogar, lo mezcló con agua del pozo hasta conseguir la
temperatura deseada y ayudó a su esposo a desvestirse. Le frotó la espalda con un trapo
mientras escuchaba con atención su aventura de vuelta a casa, dando gracias a Dios por
haber localizado la posada en medio del temporal.
Con el cuerpo caliente y la tranquilidad de sentirse a salvo, Donato degustó las
lentejas guisadas que su esposa había cocinado y la observó mientras le daba el pecho al pequeño. La cocina se fue quedando a oscuras a medida que el sol se iba ocultando en el horizonte. Encendió una vela con los rescoldos y se dio cuenta de que Marcela se había quedado dormida con el pequeño en brazos. Primero trasladó al niño hasta el camastro, que permanecía con los ojos abiertos, pero con la serenidad de estar saciado. Luego llevó a su esposa. Se tumbó junto a ellos, le susurró al bebé una canción de cuna hasta que se quedó dormido, momento en que él también se rindió al sueño.