Parte 3
Muestra de escritura.
1
Villaveza, 1943.
Gervasio espoleó a la yegua y el animal se puso a galope tendido, levantando el polvo del camino. Un grito de excitación huyó de sus pulmones. El aire frío de mediados de octubre le golpeaba en el rostro enrojeciendo las partes más expuestas, pero era algo que no le importaba un ápice en aquel momento. Por fin había podido comprar su propia yegua, sentía que la vida le sonreía después de todo, llevaba haciéndolo desde que se casó con Aurora.
No vivían con grandes lujos, pero en los tiempos convulsos de posguerra que se estaban viviendo, con la incertidumbre de la contienda que aún se esgrimía más allá de las fronteras, reconocía que vivía de forma holgada, como un privilegiado. Sus tres hijos (Nicolás, Carmen y Gervasio), se encontraban perfectamente sanos, nunca le faltaba comida caliente en su mesa y todas las noches contaba con el calor de su amada Aurora, razón primera de toda esa fortuna.
Recordó como lo acobardó el hecho de que procediera de una familia de posición acomodada en contraposición a la precariedad que regía sus días. Pero eso a Aurora jamás le importó. Tras enfrentarse a sus propias inseguridades, después de demostrar a su familia el único interés que movía su espíritu (que no era otro que el intenso amor que le profesaba), gozó del gran honor de que le concedieran su mano en matrimonio. Seguían amándose como el primer día, con un deseo y una pasión que no hacía más que avivarse con el paso de los años. Gervasio no entendía aquellos matrimonios en los que el hombre se desfogaba con fulanas para evitar solicitar a su señora aquellos lascivos servicios que no serían propios de una mujer decente. Entre ellos no existían límites, ni remordimientos posteriores.
Cuando cruzó el puente de troncos que le metía de lleno en el término municipal de Villaveza de Valverde, bajó la intensidad de la galopada y observó las hermosas vistas otoñales del municipio. Inspiró una profunda bocanada de aire puro y se dejó embriagar por esa sensación de intensa felicidad que le había acompañado durante toda la jornada.
Aurora terminaba de fregar los cacharros de la comida cuando Gervasio entró en la cocina.
—¿Dónde está? —preguntó, inquieta.
Gervasio le indicó con un movimiento de cabeza que mirara a través de la ventana, hacia el corral. El hermoso cuartago de color parduzco se agitaba inquieto, atado a un poste junto a las pocilgas.
—¡Es preciosa!
—Sí que lo es —contestó Gervasio—. Ha respondido muy bien durante todo el trayecto, hemos comprado un gran animal.
—¿Puedo ocuparme de ella? —pidió, suplicante.
Gervasio asintió con una media sonrisa dibujada en su rostro.
—¿Los niños?
—Los he acostado hace un rato. Puedes tomarte un café —añadió, señalando el pote sito sobre la mesa de madera—, está recién hecho.
—¿Café? ¿Cómo?
—No me digas, no sé cómo lo hace mi hermano, pero siempre consigue lo justo para repartirlo entre todos.
—¿Ruperto?
—Sí, Ruperto.
Gervasio pensó un segundo en su cuñado. Hacía un año habían tenido a su segundo hijo, Ángel. Después del fallecimiento del primero dos años antes, el alumbramiento había supuesto una bendición para el matrimonio. Aurora se acercó a su boca, sacándole de sus ensoñaciones.
—Cuando vuelva, me ocuparé de ti.
Gervasio saboreó el beso fugaz de su esposa, relamiéndose los labios. Se sirvió un poco de café en su taza de loza y se colocó frente a la ventana para observar el hacer de Aurora. Ésta le puso a la yegua un caldero con agua y, mientras el animal lo bebía ávidamente, la cepilló con mimo. Miró a Gervasio a través del cristal y le devolvió la sonrisa que éste le dedicaba.
Todo sucedió demasiado rápido. Aurora cepillaba los cuartos traseros del animal cuando éste se revolvió inquieto. La mujer se asustó y dio un paso atrás. El equino se giró lo justo para encontrar el ángulo necesario para atinar con una coz feroz sobre el vientre de Aurora, que voló por los aires para caer un par de metros atrás.
Gervasio dejó caer su taza al suelo y corrió a auxiliar a su mujer, horrorizado por lo que había visto.
Aurora se retorcía de dolor entre el lodo del corral, le costaba respirar y se cubría el vientre con el gesto contraído.
—Tranquila, mi amor, estoy contigo… —le susurró al oído, mientras la cogía en brazos y la transportaba con cuidado hacia el dormitorio.
Ella se quejó ante el movimiento, los ojos se le pusieron en blanco y perdió el conocimiento.
Gervasio la tumbó sobre el jergón y le tomó el pulso, respiraba débilmente. Le descubrió el tronco y observó con terror como su vientre se había amoratado.
Corrió hacia la habitación de los niños y despertó a Nicolás.
—Levántate hijo —le apremió—. Tienes que ocuparte de madre, yo debo ir a buscar al médico.
El niño, con apenas ocho años cumplidos, se frotó los ojos y miró a su padre sin entender.
—¡A prisa!
Entonces saltó de la cama y siguió a su padre hasta el dormitorio matrimonial. Al observar el vientre de su madre comenzó a llorar.
—Tienes que ser valiente, Nicolás —le tranquilizó Gervasio, mientras cubría de nuevo el abdomen de su esposa.
—¿Qué ha ocurrido, padre? —preguntó sollozando.
—La yegua le ha dado una coz a tu madre, debo ir a buscar al médico inmediatamente.
—¿Que tengo que hacer? —gimió.
—Ponle un paño húmedo sobre la frente, a ver si vuelve en sí, y atiende a cualquiera de sus peticiones si sale de su aturdimiento.
—¿Se va a morir?
—No, hijo, no se va a morir —respondió sin convencimiento.
Gervasio espoleó a la yegua sin piedad en dirección a Morales. Las tierras de labor se extendían en ambos márgenes del camino, recién peinadas por los arados, con las hileras de surcos dibujando líneas casi perfectas. Todo a su alrededor se conspiraba para recordarle su tragedia: el sol lucía hermoso en lo alto, el cielo le cobijaba bajo un despejado azul y las escasas encinas que se alternaban en el paisaje movían sus ramas en un saludo doliente. ¿Acaso no eran cómplices del inmenso dolor que le quemaba las entrañas? ¿No se daban cuenta de que estaba en peligro lo más valioso que tenía en la vida?
Se adentró al galope en el municipio. Aporreo la puerta de la casa del médico, sumida en la quietud absoluta de las horas de siesta. El anciano Basilio se asomó y le observó a través de sus gruesos anteojos.
—¿Gervasio?
—Don Basilio… siento importunarle en horas de siesta, no lo haría si no se tratara de una urgencia.
—No te preocupes, hijo, sabes que mi consulta está abierta a cualquier hora del día. ¿Qué ha sucedido? —apremió, al contemplar el estado de nervios en que estaba el hombre.
—La yegua ha propinado una coz muy fuerte a Aurora.
El anciano, con una fuerza impropia de sus avanzados años, preparó su material y se subió a su montura. Apenas media hora más tarde, Don Basilio examinaba a Aurora con manos expertas. La mujer no había vuelto en sí, pero gimió al notar su tacto. No tardó el médico en dirigir a Gervasio una mirada lastimosa, cargada de trágica información.
—Nicolás —dijo el padre de familia, temeroso y contrariado—, ve a ver si tus hermanos necesitan algo…
El niño abandonó la estancia como quien huye de un fantasma, como si temiera lo que allí iba a ocurrir.
—Lo siento mucho, Gervasio —sentenció el médico—. No creo que Aurora vaya a despertar…
—Pero… no es posible… ¿cómo? —Gervasio comenzó a negar con la cabeza—, no es posible Don Basilio, tiene que haber algo que podamos hacer por ella…
—Lo siento hijo, el animal ha lacerado sus intestinos, tu mujer se está desangrando en sus interiores…
—¡Pues ciérrele la herida, por Dios! ¡Haga algo, se lo suplico!
Al observar el líquido que cubría los ojos del médico, aquel anciano que tanto había asistido a toda la familia durante tantos años, supo que no había opción para el amor de su vida, su llama ferviente se estaba consumiendo de forma irremediable.
Un grito desgarrador se escapó de su pecho y comenzó a llorar como un niño. Se sentó en el lecho y tomó a su mujer entre sus manos. Acarició sus cabellos y besó cada centímetro de su rostro con dulzura, hasta su último aliento. Cuando al fin posó la cabeza inerte de Aurora sobre la almohada, miró con ojos inyectados en sangre al médico, que contemplaba la escena abatido. Gervasio salió presuroso de la habitación en dirección al corral, Don Basilio le siguió preocupado.
El anciano se quedó sin aliento al contemplar como Gervasio asía con rabia su navaja y daba muerte al equino que había matado a su esposa.